Las ciudades no solo avanzan por su urbanismo o por las ordenanzas municipales que establecen los deberes y derechos de sus vecinos. Los actos colectivos que estimulan la identificación de los ciudadanos con el lugar donde viven no pueden ser dejados atrás. Y entre todos ellos destaca el Carnaval por su historia y adaptación en el tiempo, siempre resistiendo frente a las vicisitudes políticas, sociales o económicas. Sin ir más lejos, asistimos por primera vez en la historia a unas carnestolendas en pleno verano como consecuencia del parón de la pandemia.

Retomar el Carnaval tal como quedó tras las restricciones sanitarias tiene un doble sentido: por un lado, simboliza la vuelta a la normalidad tras una larga etapa de desasosiego y tristeza, un estimulo relevante para recuperar el optimismo y trabajar en pos de la cohesión social; por otro, la economía, el comercio, la hostelería y las pequeñas y medianas empresas que facturan con las fiestas necesitan oxígeno tras un largo periodo de incertidumbre.

La fiesta, de hondas raíces etnoculturales, ha mantenido como ninguna otra el pulso contra las mutaciones sociales. Del costumbrismo de sus inicios, acosada en determinados periodos por la falta de libertad, la celebración ha pasado a ser una parte clave del programa político de los gobernantes municipales, tanto es así que un fracaso en la gestión del Carnaval puede derivar en pérdida irreversible de votos. La organización del evento, el diálogo permanente con los sectores que concurren, la brega con los personalismos, la negociación con los vecinos que sufren los mogollones, las previsiones para mantener el orden público, el itinerario de la cabalgata o la seguridad de los escenarios de la galas hacen de las carnestolendas una verdadera operación de ingeniería, además de un elemento imprescindible en las previsiones de gastos del presupuesto público.

La complejidad alcanzada por el Carnaval no debe ser una justificación para evitar la innovación por el temor a cualquier rechazo. La travesía hasta el siglo XXI ha sido, como hemos dicho, una exploración sin pausa, con incorporaciones tan rentables y aceptadas como la misma Gala Drag Queen, impensable décadas atrás. En este contexto, cabe valorar si la programación veraniega que arranca ahora en los principales municipios canarios consigue la popularidad suficiente y pase a ser una cita con personalidad propia, desgajada del resto de la programación invernal. Sólo hay que retornar a la apuesta en su momento del Carnaval de Día, observado con escepticismo dada la aparente incompatibilidad entre la luz natural y una fiesta de esencia nocturna. Una desconfianza que se diluyó al comprobar su contribución a la fusión entre generaciones y a la convivencia familiar.

El patrimonio acumulado desde que el Carnaval empezó a crecer en los barrios de la ciudad, junto al bagaje obtenido a través de la creciente profesionalización, dan paso a una experiencia más que suficiente en favor de la competitividad. Igual que la idiosincrasia de los pueblos resulta reconocible y única gracias a sus ritos en evolución, resulta también imprescindible que los mismos sean una herramienta para la singularidad, y como consecuencia de ello, un atractivo para el turismo y sus ganas de diversión.

Uno de los grandes obstáculos para dicho objetivo es que la fiesta desaparezca de la calle y acabe encapsulada en un programa donde prima el recinto con aforo limitado y taquilla. La sentencias recientes que dan la razón a los vecinos que sufren los botellones, el ruido de la música y más de un acto vandálico deben ser un acicate para armonizar intereses, establecer compensaciones, buscar fórmulas para disgregar los mogollones, aumentar la vigilancia policial… El reto es significativo, pero imposible de esquivar en un entorno donde las ciudades despliegan al máximo sus recursos económicos y su capacidad creativa para elevar las cifras turísticas, un logro que tiene como mejor aliado el marketing digital para alcanzar las necesarias cotas de reconocimiento y difusión. No es el único: hospitalidad, equipamientos, gastronomía, hoteles, excursiones, transporte… El Carnaval, por tanto, como elemento para transformar y ahondar, pero sin que este afán dañe el componente social y popular.

La sostenibilidad de las cuentas públicas, exigida por la Unión Europea, hace inequívoca la obligatoriedad moral de que gastos de un nivel tan preponderante como el Carnaval tengan, a cambio, una compensación tangible para la ciudad y sus ciudadanos. Por ejemplo, hemos resaltado aquí el beneficio para el pequeño comercio y para el tejido industrial-artesanal. Pero hay que ser más ambicioso. No podemos, sin más, dormirnos en los laureles por el nivel de audiencia televisiva alcanzada por la Gala Drag Queen. El éxito obtenido es indiscutible, motivo de envidia para los que tratan de encontrar una marca identificativa para sus fiestas. Pero aún estamos lejos de conseguir que el trinomio clima, isla y carnaval funcione engrasado a la perfección, que se convierta en el Rey Midas de la economía urbana.

Llegar a este horizonte no depende tanto de los decoradores o diseñadores, sino de una planificación exhaustiva volcada en obtener compromisos de todos los sectores involucrados, mayormente del sector servicios, dirigida a conseguir de los mismos su mayor nivel de calidad. Entrar en la ‘fase de producto’ supone conocer y situar en primer término las preferencias del mercado, y sobre ello trabajar con compañías aéreas, empresas de cruceros, operadores turísticos, cadenas hoteleras, casa vacacionales, taxistas, restauradores, museos, guías, coches de alquiler…

Un conglomerado promocional que, en modo alguno, debe llevarnos hacia un modelo estándar, falto de valores propios, excluyente y nada sensible con los que siempre han estado en la fiesta. Conjugar la consolidación del polo de la atracción económica con los intereses del ‘canario carnavalero’ no es nada fácil, pero tampoco imposible: disponemos de un Carnaval con capacidad poliédrica y flexible que vuelve, ahora en verano, tras los aciagos meses en que la pandemia no dio descanso.

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