Ayer Canarias registró cerca de 200 nuevos contagios de coronavirus, una cifra ya abiertamente preocupante, y el fallecimiento de un ciudadano que estaba hospitalizado y sufría «patologías previas», que pueden ser muchísimas, desde un cáncer a una diabetes. Causas del repunte según los médicos: relajación de los comportamientos y ese amplio sector, desde los veintimuchos a los cuarenta y pocos, donde se concentran el mayor número de los que todavía no se han vacunado y que en numerosos casos no quieren hacerlo. Con más del 80% de la población diana vacunada ya se quiere enterrar la pandemia. Los ayuntamientos de Santa Cruz de Tenerife y de Las Palmas de Gran Canaria quieren que el Gobierno autonómico les aclare si pueden celebrar cánticos callejeros, cabalgatas y desfiles de Reyes Magos, por favor se los pido. En realidad en la autorización para celebrar los actos públicos navideños se pretende olisquearse lo que podría ocurrir con las fiestas carnavaleras en ambas capitales de provincia.
Cabe suponer que si no se tolera un carnaval entero y verdadero, especialmente en Santa Cruz de Tenerife, podemos tener que enfrentarnos a suicidios en masa. Ya en el pasado febrero se desarrolló un agobiante ejercicio de nostalgia sobre el carnaval perdido, coronado con la esplendorosa esperanza de que en 2022 todo volverá a ser como antes. Parece improbable. En su versión más optimista el carnaval se vería sujeto a ciertas restricciones, pero serían inútiles. A una masa de decenas de miles de personas semiborrachas y a menudo ensatiradas es harto complejo imponerles normas y protocolos. No quiero exagerar, pero creo que en caso de utilización de la fuerza policial echaríamos a los guardias al charco posmoderno de la plaza de España y sigan bailando. Si apareciera en medio del mogollón Amós García Rojas lo obligaríamos a emborracharse y a bailar Enamoradito estoy de ti. En Carnaval rige un protocolo básico más garrulo que anárquico – no incendies la ciudad– y pedir cualquier otra cosa es pura majadería. Los alcaldes de las capitales tienen un verdadero problema encima, sobre todo José Manuel Bermúdez. Todo el mundo ha insistido durante el último medio siglo en que los carnavales son la seña de identidad de Santa Cruz de Tenerife y se ha insistido tanto en esta simplonería que se ha reducido a la única. Sin Carnavales muchos chicharreros se sienten desidentificados, como niños sin bautizar o abuelos con alzhéimer. Un segundo año sin carnaval sería terrible y la peña no está dispuesta a soportarlo alegremente.
Es algo parecido a lo que ocurre con la lucha contra el cambio climático. Dejando aparte una afortunada ocurrencia que leí en Twitter –en vez de manifestarnos contra la contaminación y la irresponsabilidad empresarial en nuestras plazas deberíamos hacerlo en la plaza de Tiananmen– lo cierto es que nadie está dispuesto a modificar su estilo de vida para descarbonizar la atmósfera, la tierra o los mares. Nadie renunciará a los automóviles, nadie evitará los aviones, nadie dejará de consumir productos eléctricos e informáticos, nadie abandonará un móvil si tiene dos, nadie prescindirá de disfrutar (es un decir) de El juego del calamar en Netflix. Si abandonásemos estos hábitos y comportamientos el sistema económico crujiría peligrosamente. Descarbonizar eficaz y eficientemente significa una amplia y compleja reforma del sistema capitalista universalizado tan evidentemente como un compromiso individual y social que incluye renuncias y sacrificios. Es bastante razonable creer que este capitalismo de la atención es fundamentalmente irreformable y que la mayoría de la población no quiere una vida buena, sino una buena vida. Y en carnaval, por supuesto, que sigan bailando.
Alfonso González Jerez