
La decisión, tomada por la mayoría de los diseñadores, no ha dejado indiferente a nadie. Por un lado, quienes defienden su supresión alegan que el mecanismo carece de un control real y abre la puerta a irregularidades. No es un secreto que en la última edición se dispararon los números: de una media habitual de 7.000 u 8.000 votos, se pasó a más de 14.000, con el detalle preocupante de que 7.000 de ellos fueron a parar a una sola candidata. ¿Casualidad? Todo apunta a que no, y ese hecho terminó de inclinar la balanza hacia la eliminación.
Los defensores del voto telefónico, sin embargo, consideran que se trata de un retroceso. Para muchos ciudadanos, ese 10% que representaba su opinión en el veredicto era la única forma de sentirse partícipes de la decisión. Y aunque algunos lo vean como un porcentaje pequeño o insignificante, en una gala donde la diferencia entre quedar como dama de honor o ser proclamada reina puede ser mínima, ese margen resultaba decisivo.
La polémica está servida: ¿es más justo un jurado sin el condicionamiento de un voto popular manipulable, o es más democrático mantener esa voz del pueblo aunque sea simbólica? Lo cierto es que el debate revela un problema de fondo: la falta de confianza en el sistema. Si el voto telefónico puede comprarse o manipularse, pierde su legitimidad; pero si se elimina, también se despoja a la ciudadanía de una parte de su carnaval.
Lo más preocupante es que, al final, el sentimiento que queda en muchos chicharreros es el de exclusión. El pueblo, verdadero protagonista de la fiesta, siente que su opinión ya no cuenta en la elección de la Reina. Y un carnaval sin pueblo, aunque luzca y deslumbre, corre el riesgo de perder su esencia.