Siempre se ha dicho, con ese punto de humor y complicidad que caracteriza la relación entre las islas, que chicharreros y canariones se llevan de maravilla, excepto en dos campos de batalla: el fútbol y el carnaval. Y no falla. Apenas unas horas después de que se presentara el vibrante y jugador cartel de Néstor Santana para el Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria 2026, las redes sociales ya habían avivado la única mecha que podía eclipsar el debate artístico: la comparación con la isla vecina.

Anoche, en una gala dedicada al glamour y el azar de Las Vegas, se eligió una propuesta que reivindica el carácter callejero y nocturno de la fiesta. Santana presentó una obra inteligente, llena de guiños: una sardina cuyas escamas son fichas de póker, una metáfora perfecta para una fiesta que es una apuesta a la alegría, sobre un skyline reconocible de la ciudad. Un trabajo, en principio, digno de elogio y análisis.

Sin embargo, en un mundo hiperconectado, la memoria visual es inmediata y contundente. En cuestión de minutos, surgieron las comparaciones con los carteles de Santa Cruz de Tenerife de 2016 (obra de Javier Torres Franquis) y de 2023 (de Nareme Melián). La similitud salta a la vista: la elección de una sardina estilizada, geometrizada, como elemento central y protagonista absoluto del cartel.

Es aquí donde debemos parar el carro de la crítica fácil y preguntarnos: ¿dónde está el límite entre la inspiración, la coincidencia temática y la falta de originalidad? La sardina es, por supuesto, un símbolo compartido por todos los carnavales canarios, especialmente en su entierro, un acto de catharsis colectiva que pone fin a los excesos. Es, por tanto, un recurso legítimo y potentísimo desde el punto de vista iconográfico.

Pero la legítima defensa del símbolo común choca con una evidencia visual: la particular manera de representarla en los últimos años en Tenerife ha creado, sin quererlo, un estilo reconocible. El uso de formas geométricas (rombos, hexágonos) para componer el cuerpo del pez parece haberse convertido en una suerte de “estética sardineril” que el público ya asocia automáticamente con la fiesta chicharrera.

El debate, por tanto, no debería centrarse en un “quién lo hizo primero” infantil, sino en la necesaria búsqueda de una identidad visual diferenciada. El Carnaval de Las Palmas de Gran Canaria, que celebra nada menos que su 50 aniversario, tiene una personalidad arrolladora, una historia propia y una calle que late con un ritmo único. Su imagen merece reflejar esa singularidad sin lugar a equívocos.

Néstor Santana es sin duda un artista con talento, y su cartel, visto de forma aislada, es potente y efectivo. El problema surge cuando se enmarca en un contexto archipielágico inmediato. En el arte del diseño, como en el póker que tan bien representa, a veces no basta con tener una buena mano; hay que saber jugarla de forma que no se parezca a la partida anterior de tu vecino de mesa.

Ojalá este rifirrafe, tan carnavalero él, sirva para algo más que para alimentar la sana rivalidad. Ojalá impulse una reflexión sobre la audacia y la originalidad, sobre la necesidad de bucear en las profundidades de la propia idiosincrasia para encontrar imágenes que, siendo propias, no puedan ser comparadas con ninguna otra. Porque el Carnaval de Las Palmas se lo merece. Y su público, también.

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