Entre patrones, máquinas de coser y montañas de telas brillantes, el taller Textura Canarias late al ritmo del Carnaval. Su fundadora, María del Cristo Toledo, lleva más de una década transformando bocetos en espectáculo. “Ser costurera no es lo difícil; lo difícil son las personas”, afirma con una sonrisa resignada mientras supervisa el trabajo para las próximas fiestas: trescientas fantasías para agrupaciones como Sabor Isleño o Danzarines Canarios.

El I Congreso de Profesionalización del Carnaval, celebrado en el TEA, subrayó una realidad que mujeres como María del Cristo conocen bien: la delgada línea entre el amor por la tradición y la necesidad de vivir de ella. ¿Cómo convertir el esfuerzo en un sustento viable?

De la peluquería a las lentejuelas

Nacida en El Toscal, María del Cristo encontró en la costura un salvavidas. Una lesión en el hombro la alejó de la peluquería, y lo que comenzó como un recurso —la máquina Alfa que le regaló su madre— se convirtió en un taller con 17 máquinas y un láser de corte valorado en 7.000 euros. “Nunca pedí un crédito”, recalca.

Su bautizo en el Carnaval llegó de la mano de la costurera María Reverón, quien la introdujo en la confección para la Rondalla Mamel’s. “Me encargué de vestir a medio centenar de rondalleros en veinte días. Ahí aprendí a nadar sin flotador”.

El taller que no descansa

En temporada alta, el taller emplea hasta diez personas, aunque la coordinación es un desafío constante. “Algunas trabajan desde casa, pero a veces prometen 50 trajes y solo hay tres listos”, explica. Los plazos apretados convierten el espacio en una suerte de cuartel general: “Dormimos aquí, comemos aquí… el Carnaval se vive en primera línea”.

La gestión administrativa, sin embargo, es la cara menos dulce. Entre seguros, alquileres y impuestos, los gastos fijos superan los 1.500 euros mensuales. “Soy autónoma y debo pagar a mis costureras cada semana, aunque los grupos me abonen meses después”.

La otra realidad: entre el fast carnaval y la proyección

Mientras la moda rápida inunda los bazares con disfraces low cost, María del Cristo apuesta por la calidad. “Mis clientes buscan algo único, y eso no se encuentra en cualquier sitio”. Pese a ello, el Carnaval no es su principal sustento: la ropa deportiva personalizada —4.000 licras vendidas el año pasado— financia el día a día. “El Carnaval me da visibilidad, pero el deporte paga las cuentas”.

Un futuro entre hilos

Brian, su sobrino de 20 años, representa la esperanza de un relevo generacional. “Me gusta coser y gano mi dinero”, comenta mientras maneja la máquina con destreza. Para María, la formación especializada es una deuda pendiente: “Las escuelas no enseñan esto. Se aprende aquí, cosiendo y sufriendo”.

Mientras, el taller sigue en ebullición. Tras once años, su fundadora no pierde la ilusión: cuando caiga la noche, cambiará las agujas por la calle de La Noria para bailar con sus compañeras de Las Gediondas. Porque el Carnaval, más que un trabajo, es una forma de vida.

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