No es  teatro. Es ritual. Las Burras de Güímar, una de las formaciones más emblemáticas y esperadas, anuncian su regreso con un mensaje cargado de ironía y misterio: “Por fin nos vimos las caras jeje“. Una frase que podría interpretarse como un guiño a ese encuentro anual con su esencia más profunda: la representación de un Carnaval oscuro, donde la figura del Diablo campa a sus anchas como maestro de ceremonias.

Tras este anuncio, la agrupación extiende una invitación no solo a músicos, sino a actores y almas con sed de escenario: “Si quieres formar parte de este gran espectáculo no dudes en contactar con nosotros… no te vas a arrepentir“. Un llamamiento para formar parte de algo que trasciende la murga convencional.

La actuación de Las Burras es una narrativa dramática. Se sumergen en las raíces más profundas del Carnaval, aquel que simboliza la inversión del orden establecido y la liberación de los instintos más primarios. En este mundo al revés, la figura central no es un rey de la fiesta, sino una encarnación lúdica y tenebrosa del Diablo. Este personaje actúa como hilo conductor de un espectáculo que baila entre la sátira, la crítica social y una estética que evoca lo ancestral y lo pagano.

El Diablo como eje narrativo

Esta visión convierte a Las Burras en un fenómeno cultural único. Su puesta en escena es un ejercicio de teatro callejero donde la música, el vestuario grotesco y la coreografía se alían para crear una atmósfera cargada de simbolismo. El Diablo no es un elemento de maldad, sino una representación de la transgresión, la libertad y la crítica mordaz a las convenciones, un arquetipo clásico en las fiestas de inversión ritual.

El regreso de la agrupación, por tanto, no es la recuperación de un acto performativo clave para entender la riqueza simbólica del Carnaval de Güímar. Es la resurrección de un espectáculo total que desafía las categorías sencillas.

 

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