Los dioses eran los dueños del fuego. Pero él se quedó con la chispa. Se la robó una noche de carnaval en la que la nómina del Olimpo se había disfrazado de bombero. Y el Canijo de Carmona, silbando la canción La Flaca de Pau Dones, cien libras de piel y huesos, cuarenta kilos de salsa, lo celebró mojando pan de Alcalá en el caldo bendito de una erizada caletera.

El Canijo ni lo es ni tampoco es de Carmona. No hay en el mundo un nombre más inexacto. Porque ha sido gordo como los disgustos. Y es de Sevilla capital, de un barrio como el Parque Alcosa, el único en el mundo que tiene aeropuerto. Su apodo salió del año aquel de los «Pibitos de las botellonas». Pero muchos años antes apuró la litrona de su pasión. Estaba en su cuarto, a la espera de la revelación de su fe carnavalera, cuando su madre lo llamó para que viera en la tele las finales del Carnaval del 1981. Y allí hincó la cometa. Nada hasta entonces le había emocionado y seducido tanto. Bueno, quizás los ojos de Michelle Pfeiffer. O la matrícula de Salma Hayek. O los cañonazos del gringo Scotta en Gol Norte, donde iba con su abuelo a engordar su sevillismo. Pero lo del carnaval era otra cosa. Era pura religión… Una religión de consumo interno, fe gaditana con templo en el Falla, para corazones amarillos y plegarias azules, donde no era fácil entrar.

Para hacerlo había que demostrar muchas cosas. Entre ellas que aquella chispa que le robó a los dioses era, al menos, tan pura, creativa e ingeniosa como la de los grandes de la época. Para entrar en Cádiz lo de menos era pasar por el puente Carranza. Para entrar en el Cádiz carnavalero había que bajarse en el Falla, aparcar lejos la patera de la extranjería y demostrar que, manejando las claves de la creación y la música de febrero, no desentonabas en la fiesta grande de la ciudad. El Canijo consiguió pronto la doble nacionalidad, que allí no te da ningún funcionario. Si no el patio de butacas del Falla que es soberano como el coñá. Los pibitos le dieron el permiso de residencia y el Canijo se dio cuenta del cariño que le tenían cuando alguien, desde la oscuridad de teatro, le lanzó su declaración de amor: ¡El Sevilla a regional y los Pibitos a la final! Quién le iba a decir al Canijo la de finales que su equipo del alma iba a ganar por esos campos de Europa.

De copas disfrutó el Canijo tantas o más que su equipo en aquellas noches del Falla, hablando y tratándose con sus mitos más admirados, con el Selu, con el Yuyu, con Manolito Santander. Vivió cosas que no se pueden contar. Y otras que ni tan siquiera se pueden pensar. Porque siempre hay un expediente equis capaz de leerte el pensamiento. Pero al Canijo le ha pasado de todo en el Falla. Le tocó el gordo cuando salió sin calzoncillos y vestido de Fiona a su actuación. Tuvo la mala suerte de que, segundos antes de levantarse el telón, los calzoncillos se le cayeron y tuvo que actuar con plena libertad interior. Un enano, que le daba al biberón de Garvey como si fuera la última vez, tenía que meterse por debajo de las piernas de nuestro hombre. Menos mal que iba tan moraito, en su caso moraito chico por sus decimales en altura, que pilló otro arco triunfal para pasarlo. Otra vez fue su digestión quien lo sacó del escenario y lo llevó al cuartito de los alivios.

El público gaditano se dio cuenta. Y cuando regresó a su puesto, desde la oscuridad profunda y cómplice del teatro, le llegaban preguntas envueltas en papel scottex: «¿Más aliviaito ya, Canijo? Ojú, qué malo es eso, pisha». Y metáforas parecidas. Aquel niño que había salido desde los catorce años en San Benito, al que se le secó la garganta cuando escuchó a Alex Ortiz cantarle una saeta a la Macarena y que tiene un hermano, Miguel Ángel, de los que escucha marchas procesionales en el coche camino de Sanlúcar de Barrameda, dejó la túnica por el disfraz y le dijo al cielo que si quería encontrarlo, que lo buscara por Cádiz, por la playa de la Victoria, sentado y mirando al mar.

La radio lo llamó para dar el Pelotazo. Fue idea de Josele Moreno tras la marcha de los titulares al equipo de la Ser. No lo tenía claro aquella chispa de más de cien kilos de potencia imaginativa. Argumentaba que no era hombre de radio, que podía ayudar con los guiones, pero que eso del micro, como que no. Le dieron el arrope necesario y el Canijo siguió ganando copas a base del juego de su imaginación y la puntería de su talento. Josele lo recuerda muy por encima del peso ideal. Tanto que en el estudio de Canal Sur no cabía en la silla. Una vez, un preparador físico que entrevistaron le propuso una dieta y tablas de ejercicios. Al cabo de la semana Josele le preguntó si estaba siguiendo los consejos del dietista. Y el Canijo, sin mellarse el ingenio, le respondió: sí, José, ya me afeito solo… Otro le recomendó un balón gástrico. Y el Canijo dijo que prefería uno de Nivea lleno de menudo. Los dioses eran los dueños del fuego. Pero el Canijo les robó la chispa de un ingenio tan grande que hasta en Cádiz lo convirtieron en la gloria de ser uno de los suyos…

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